martes, 22 de febrero de 2011

Notas - 3


Dice François Cheng: "en la belleza, toda verdadera mirada es una mirada cruzada... entre lo que mira y lo que es mirado".

A partir de esto podemos llegar a varios esquemas distintos. El observador contempla la Naturaleza. Caso citado por Cheng: Cézanne y la montaña Sainte-Victoire. Ahí el observador crea algo así como una simbiosis -pensando en la montaña como un ser vivo-, unos vasos comunicantes entre la creación del universo y el pintor también como parte del cosmos, usando para el hecho en sí una gran sabiduría pictórica.

El observador contempla un ser vivo, el caso del pintor y la modelo. Se crea una relación especular -una de mis modelos me definió como un espejo, no como un hombre-, este es el espacio por excelencia donde se profundiza en el entrecruzamiento de miradas, el quiasma, en definitiva. El pintor observa a la modelo y ésta al pintor. La obra parece trasladarse a un lugar intermedio entre ambos. La dimensión del tiempo sufre entonces una gran transformación, la propiciada por el espacio del rito. Si la comprensión de lo que está sucediendo es óptima, diría que la responsabilidad del resultado final es compartida. Es un territorio, el que aparece, fascinante, a veces feliz, a veces doloroso hasta lo insoportable, en ocasiones productivo.

La siguiente posibilidad es la del observador que contempla el resultado de una observación, por ejemplo un cuadro. ¿Qué se puede sentir ante la Simonnetta de Piero di Cosimo, o las magníficas visiones de la montaña de Cézanne?
Siendo pintor se me hace muy difícil responder, mi mirada, obviamente, está mediatizada por mi trabajo.

Un amigo, Lluís Armengol, me envía un correo, respondiendo en parte a las notas anteriores, su opinión creo que es más que sugerente:

"El libro de François Cheng sobre la belleza me pareció una auténtica maravilla en términos generales, en concreto la cuarta meditación y el concepto de quiasma, es decir la pintura como juego (recíproco) de miradas, como combate dialéctico entre sujetos que miran desde sus respectivos encuadres, la pintura como batalla sin fin "entre" un espectador-mirón y el ojo del huracán del cuadro (obviamente otra entidad viva y en constante transformación). Esa metáfora del "ojo del huracán" siempre me ha parecido muy operativa para situar la experiencia estética, pues ese ojo nos absorve y nos rapta: un punto de la obra a partir de la cual entramos dentro de ella, un punto que nos llama la atención y nos captura (algo parecido quizás con aquello que nos ocurre a la vista de una mujer: nos enamora un gesto, una postura, el pestañear de unos ojos, etc., nunca el conjunto en su totalidad, sino siempre un detalle, una minucia quizás o el timbre de una voz). Como bien dice el autor "las miradas cruzadas son las únicas que pueden provocar la chispa que ilumina".

continuará

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